La visita

A quienes ignoran su cautiverio

Por situaciones que no viene al caso enumerar, hace un tiempo estoy internado en un instituto psiquiátrico. Afortunadamente me encuentro en la etapa final del tratamiento y estoy pronto a salir.

—Va a ser como una temporada de vacaciones —dijo displicentemente la doctora que me admitió mientras meticulosamente firmaba y sellaba mis papeles. Debo decir que los primeros días fueron muy difíciles pese lo que había dicho esta mujer que, o bien nunca había ido de vacaciones o tal vez nunca había cruzado la puerta que tenía frente a su escritorio.

Una vez que se fue mi esposa, esa puerta se abrió y ese piso impecable de la sala de espera se convirtió en un corredor opaco, sombrío, pegajoso y gastado por el trajinar de médicos, enfermeras, mucamas, camilleros y pacientes.

Recuerdo perfectamente aquellos días en los que yo era «el nuevo». Todos los pacientes e inclusive algunos empleados se apresuraban a presentarse y a pedirme cigarrillos. Cuando se lo conté a mi señora se mató de risa. —¡Justo a vos que no has fumado en toda mi vida vienen a pedirte cigarrillos! —me dijo entre carcajadas. Ahora cada vez que viene a visitarme le pido que me traiga algunos atados. Ella se niega a hacerlo sistemáticamente. No es que haya desarrollado ese horrible hábito, es que aquí los cigarrillos son moneda corriente de curso legal.
Como decía, y lo repito para que quede claro, lo peor fue la primer semana. Los horarios tan estrictos, la abundancia de sedantes y la ausencia de cinturón, convirtieron a mi ya de por si magra figura en algo lamentable. Por lo menos eso fue lo que remarcó ella la primera vez que vino a verme —¡Qué lamentable! ¡Mira lo que ha quedado de ti!—

Siempre cuento esto como para darle un poco de contexto al relato. De todos modos ya pasó el tiempo necesario para mejorarme y ahora espero el alta que va a llegar en cualquier momento. Ya vacié el mueblecito de mi cuarto y armé mi bolso marinero para no demorarme ni un minuto cuando por fin venga ella a buscarme.

Creo que lo primero que voy a hacer es ir al billar a saludar a mis amigos. Le pedí que les diga que no vengan ya que estoy un poco desmejorado. Entre nosotros, la comida acá deja bastante que desear y he adelgazado sensiblemente.

Creo que de todos modos a mi mujer le costó todo esto más que a mí. Estuvo un tiempo largo sin venir. Le molesta la presencia casi constante de algunos de los demás pacientes que están muy mal y francamente son un tanto singulares. Lleva un tiempo habituarse a sus gestos y demás señas particulares.

Ahora, hablando ya más en confianza, creo que estoy en problemas. Hay una enfermera que ya no me mira como antes. Usted me entiende: tiene segundas intenciones. Mi esposa es muy celosa y si se entera no va a querer venir más. Creo que ya algo debe sospechar porque hace tiempo que no se la ve por acá. Seguramente ya se le va a pasar y va a volver a visitarme. Ojalá sea rápido porque extraño el budín de pan que siempre me trae.

Para matar el tiempo mientras la espero me acerqué a la galería donde tienen a los más viejitos, a los que nunca van a salir de acá, a los que rara vez reciben visita. Desde el patio ese lugar parece una pecera donde los viejos en vez de nadar, no hacen nada. ¡Ja! me salió un chiste casi.

Ahí adentro está siempre calentito por el sol y los viejitos están todos aletargados, sentados en silencio. —¿En qué pensaran? —me pregunto cada vez que paso por allí. Hoy me acerqué a una mujer que cada tanto me habla al pasar. Está en una silla de ruedas en un rincón. Una vez me contó que había sido cartógrafa y que todos los mapas que se utilizaron en las escuelas cuando ella era joven llevaban su firma. La verdad que cuando salga de acá y si se me da la oportunidad, de alguna manera me gustaría ir a comprobarlo.

Pero hoy pasó algo raro. En vez de hablarme de los mapas, como siempre, me preguntó si no me acordaba de ella. Dijo que me conoce de la cuna. Que fue la preferida de mi padre y que a veces nos cruzabamos en el parque. Aparentemente mi padre nos sacaba a pasear con la excusa de verla a ella. Le dije la verdad, que no me acordaba.

—¿A quién esperás todos los días de visita? —volvió a preguntar.

—A mi esposa —Le respondí un poco molesto mientras estiraba el cuello para ver la hora en el reloj del pasillo. No quería que se haga muy tarde y que los demás me saquen los mejores lugares.

—Pero querido —insisitió— ¿No te acordás lo que pasó? ya hace quizás veinte años de lo que te digo —dijo la anciana haciendo un esfuerzo para enderezarse su silla de ruedas —¿No te acordás que encontraste a tu señora en la cama con otro tipo a los pocos días de casados? Vos tuviste un ataque de nervios ese día. Al tipo casi lo matás a golpes y a tu mujer la quisiste quemar viva. Menos mal que en tu desesperación le tiraste lavandina en vez de alcohol, si no hubiera sido una tragedia. Luego te quisiste colgar de un arbolito de manzanas con el cable de una plancha en el fondo de tu casa pero por suerte el arbolito no resistió y entre los vecinos y tu papá te pudieron desenrredar a tiempo. Ese día te peleaste con tu madre y tu padre porque te reprocharon haberte casado con una cualquiera. Finalmente te tuvieron que traer acá porque te volviste peligroso. Ahora ya murieron todos. Primero tus viejos, al poco tiempo que te internaron. Y a la perra de tu mujer y al otro los pasó por arriba un tren en Mar del Plata. ¿No te acordás? No va a venir nadie a verte ni hoy, ni mañana, ni pasado mañana, ni nunca más. No tenés a nadie —terminó la anciana con un hilo de voz a la vez que se dejaba caer sobre la silla nuevamente, extenuada por el esfuerzo.

—Vieja de mierda —le grité golpeando la mesa con ambas manos— ¡Mirá si vas a ser cartógrafa!

Luego me levanté y salí apurado mientras llegaban varios enfermeros alarmados por los golpes y mis palabrotas. Crucé el corredor en cuatro zancadas y a la pasada alcancé a ver en el reloj de la pared que faltaban unos minutos para que den las cinco.

—Mejor me voy a ocupar la mesa junto al jazmín —me dije a mi mismo— es la que prefiere ella. Si no llegó ya debe estar por llegar.

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